sábado, 6 de febrero de 2010

Llorando por Haití.

A casi un mes del terrible terremoto que asoló a la hermana nación de Haití, me puse a pensar que los seres humanos somos ingratos con Dios. En Panamá lo tenemos todo y sin embargo, nos quejamos. Si estamos en medio de un tranque, nos quejamos. Si los vecinos hacen ruido por las noche, más quejas. Si la presión de agua potable disminuye durante los fines de semana, un rosario de quejas. Buscamos el mínimo pretexto para reclamarle a Dios lo miserables que nos sentimos y nos atamos a nosotros mismos pensando negativamente y vertiendo expresiones de derrota acerca de nuestra familia, país y de todo lo que nos rodea. No nos extrañe si transcurre toda una vida y no vemos realizadas nuestras metas personales...

Cada testimonio de quienes vuelven de la zona del desastre es desesperanzador: niños y niñas huérfanos, enfermedades, caos, inseguridad, muerte, dolor. Rescatistas que trabajaron duro solamente para darse cuenta que las personas ya habían fallecido. Amputaciones y otras cirugías sin suficiente anestesia o analgésicos. Pero sobre todo, hambre, mucha hambre e inseguridad en las calles. La noche cae, mejor quédate quieto en tu casa. Y ni así tienes garantía de nada.

Todo gobernante tiene la obligación de atender las necesidades de su pueblo, sin peros ni excusas. Para ello, sus pueblos los eligieron, ¿no te parece?. Ni el presidente de Haití o de Panamá pueden eludir semejante responsabilidad y deben tener la habilidad de ver cómo hacen para dar respuesta a las necesidades de sus pueblos. Pero, por favor, no esperemos que hagan magia. Y, en vez de quejarnos por todo, demos gracias a nuestro Dios por darnos el privilegio de la vida, la salvación en Cristo Jesús y pidámosle al Espíritu Santo que nos dé la sabiduría para hacer de este mundo algo mejor.