lunes, 7 de enero de 2013

La fruta perfecta.

Hace muchos años, cuando era niña, leí en un ejemplar de Escuela para Todos, el relato de cómo Dios creó la fruta perfecta. Recuerdo que el autor del cuento escribió que, cuando el Señor terminó de crear el mundo y a los seres humanos, les dijo a estos últimos que pidieran lo que quisieran. Todos se antojaron de una fruta; pero debía ser dulce y agradable al paladar, no tener semillas enormes que representasen un peligro de asfixiarse, debía pelarse con facilidad, un olor delicado, no demasiado dura ni demasiado blanda y ser comestible para niños y adultos de edad avanzada. Dios entonces creó el banano.

Obviamente, esta relación no la registra la Biblia, sin embargo, siempre me llamó la atención y la recuerdo con agrado, pues verdaderamente, el banano es uno de mis frutos predilectos. Han sido muchas las ocasiones en que, al sentir hambre cuando viajo o realizo diligencias y no haber un restaurante cerca (o el dinero suficiente para pagar un almuerzo o cena...), acudo al vendedor de frutas y uno o dos bananos me satisfacen y me sustentan para el resto de la jornada.

Esta fruta fragante, a la que los chiricanos llamamos guineo y mis primos en la Madre Patria denominan plátano, es de bajo costo - al menos acá en América Latina - y muy versátil, puedes comerla cruda, hacer purés, pancakes y dulces con ella o batidos, mezclada con otra fruta. Está disponible en tiendas pequeñas, supermercados y en lugares donde venden legumbres. Y sabe exquisita, sin importar si estamos en temporada seca o lluviosa.

Laboro en Changuinola, pequeña, pero pujante ciudad de la hermana provincia de Bocas del Toro, en donde el cultivo y exportación del banano es una de las principales actividades comerciales de la comunidad. Existen hectáreas y más hectáreas de terreno, plantadas exclusivamente de banano, además de empacadoras de la fruta. Tengo entendido, según lo que he investigado, que el tipo de suelo es el más adecuado para cultivarlo, ayudado por el clima, predominantemente húmedo.

Cuando llegué por primera vez a Changuinola, me sorprendió no solamente la cantidad de estas plantas; sino también la cercanía de las casas a los sembradíos. Pero la mayoría de la gente parece no molestarse... o, al menos, es la impresión que me dieron los lugareños. Una señora que acude a la iglesia, al testificar sobre uno de los beneficios recibidos por el Señor, nos comentó que debemos dar gracias a Dios por las plantaciones de banano y bendecirlas en Su Nombre. En vez de "chacharrear" o refunfuñar por las camisas de nuestros esposos, decía ella, manchadas con aquella resina color ocre, debemos dar gracias al Señor, porque si no fuera por ese rubro, Changuinola no gozaría del auge comercial actual.

Recientemente, conversé con A.A., un vivaz indígena que trabaja para "la compañía". Al preguntarle qué funciones ejercía, me contó que es deshojador. Me explicó que él y otros compañeros examinan las plantas y retiran las hojas amarillentas y dañadas, cortándolas con un instrumento adecuado. A.A., al igual que otros muchos indígenas con educación incompleta o pocas oportunidades laborales, terminan con sus ropas manchadas de resina y un machete en la mano, trabajando medio tiempo o tiempo completo en una plantación. Nunca se ha quejado del salario, no hablamos de eso, pero tengo entendido que la paga es buena, mas no excelente.

Un tema que sí le toqué fue el de los químicos que se emplean en la fumigación aérea. Le comenté que en la comunidad donde presto servicios como educadora, existen muchos casos - demasiados, tal vez - de niños con retardo mental y problemas de aprendizaje, además de algunos adolescentes con leucemia. Ese vecindario está peligrosamente cerca del bananal, donde fumigan religiosamente cada semana y los indígenas (en su mayoría, ngöbe-buglé) viven en moradas informales, no muy aisladas de los químicos tóxicos que fluyen en el ambiente. Por toda respuesta, A.A. me dijo que ese era un tema complejo. Y, créeme que dijo una gran verdad.

Otra persona que evitó dar detalles acerca de estas cuestiones fue L.G. En cierta ocasión, le mencioné un poema del autor salvadoreño Roque Dalton, en el que se habla de "el infierno de las bananeras" y le pedí su apreciación sobre el mismo, ya que es un hombre con 28 años de experiencia al servicio de la compañía. Abrió un poco más sus ojos castaños y luego, con la facilidad de expresión oral que le caracteriza, señaló que no sabía a lo que el poeta se refería. Sonrió al explicarme, con voz tranquila y serena, que la compañía le había brindado excelentes oportunidades de desarrollo laboral, sobre todo, escalar a puestos administrativos.

En conclusión, sigo siendo tan ignorante del funcionamiento de las bananeras como cuando descendí por primera vez del bus que me traía desde David, mareada del viaje y de la belleza de las cascadas naturales. Pero, de algo estoy segura, mientras en Changuinola exista este auge económico por causa de las exportaciones de banano, habrá almacenes, restaurantes, supermercados, transporte de carga, pizzerías y muchas otras cosas más. Siempre se requerirá que educadoras, como yo, dejemos por un par de años nuestra tierra y vayamos durante diez largos meses a atender niños preciosos, de piel broncínea, cabellos negros y una mezcla de inocencia y travesura en sus ojos. Ellos recibirán el incomparable beneficio de una formación académica y nosotras creceremos como personas, con la satisfacción de haber servido a nuestro prójimo y una herida abierta en el corazón, al recordar a la gente con la que nos relacionamos y a la que jamás volveremos a ver.

Yo no sé si los bananos que me como, al igual que las otras frutas, legumbres y cereales que forman parte de mi dieta diaria, están cargados de sustancias nocivas para mi salud. Pero eso no me impedirá disfrutar de esa delicia, que mis parientes europeos tienen que comprar carísima, ni será motivo para que deje de alabar a Dios por haber creado la fruta perfecta.