domingo, 15 de octubre de 2017

Actitud de triunfador.

Luego de dar a luz mis gemelos, siendo una madre trabajadora, cuyo sitio de trabajo se encuentra a cuatro horas de camino desde mi casa, tuve la apremiante necesidad - por primera vez en mi vida - de buscar una trabajadora doméstica para que me ayudase con las cosas de la casa. Yo misma me lavo mi ropa y la de mi esposo, mi mamá cocina, friega y lava su ropa, yo hiervo los biberones y el agua para añadir a la leche. Una empleada que atendiese a los niños, limpie el piso, lave la ropa de los bebés y asee el cuarto de baño una vez por semana.

Contra lo que yo esperaba, una sucesión de empleadas desfiló por mi casa y ninguna se quedó. Pensé, erróneamente, que al aliviarles la carga de trabajo y tratarlas con respeto y consideración se quedarían, mas no fue así. Unas se fueron para la porra sin dar más explicaciones, volvieron solamente a buscar su plata el día de la quincena. Varias de ellas hurtaron objetos de la casa y otras tantas rompieron platones, perdieron calcetines de los niños, mancharon ropa lavándola inadecuadamente y extraviaron por lo menos dos alfombras de baño (cosas que yo no les desconté de su salario). 

La última, a la que contraté para cuidar de mi abuela, quien está postrada en cama debido a una grave fractura, hurtó unos guantes de látex que estaban en la habitación. Dijo mi mamá: "Qué suerte que no le puse la caja completa... si roba una cosa que no vale la pena, ¿cómo será con los demás objetos de valor?". Previendo que la chica daría problemas, la despedí luego de dos días de trabajo, pues en ambos días, me había pedido que le aumentara su salario más cantidad de la que habíamos pactado y cada día quería trabajar menos horas. De hecho, no cumplió con su horario.

Para el Ministerio de Trabajo, hay que defender las empleadas domésticas, pues representan la parte vulnerable de la ecuación. Pero, ¿de verdad son la parte más débil? Todas las que tuve, excepto una, hacían las cosas como les daba la gana y se molestaban si se les llamaba la atención. Y, cuando se van, la ley exige que uno les pague hasta el último centavo, como si fueran tan diligentes, yo sentí que no se lo merecían. Cuando ellas abruptamente decidieron no volver, no tuve a quién recurrir para demandarlas por daños y perjuicios, por haberme dejado en una situación en la que tenía que faltar a mi trabajo o sobrecargar a mi mamá de 75 años con responsabilidades.

Recientemente, la Cámara de Comercio pegó el grito al cielo cuando el Excelentísimo Señor Presidente decretó un día feriado para festejar la clasificación de nuestro país al Mundial de Fútbol. Hubo citas médicas que se perdieron y que hubo que reprogramar. Hasta me llegó un chat en el que decía un colega mío que aquí en Panamá tenemos mentalidad de esclavos, que la Cámara de Comercio no debe decir que se paralizó el comercio, porque sí hubo movimiento comercial el miércoles 11 de octubre. Que cuando los chinos, judíos, árabes y otras minorías dueñas de comercios, cierran sus negocios para celebrar fiestas religiosas o culturales, nadie rechista.

Y es cierto. Por lo menos, mi hermano y mi esposo tuvieron un día para relajarse en compañía de sus familias, lo mismo que miles de panameños. Pero también es cierto que perdemos competitividad cuando permitimos que los empleados tengan días libres pagados, más de los que el calendario de festividades religiosas o sociales nos señale. Y también es peligroso que el panameño tenga la actitud de que haga o deje de hacer, igual obtiene dinero. Es una actitud de mediocridad, que ata a la persona a la pobreza y al facilismo.

La Biblia nos ordena ser diligentes, responsables, esforzados y valientes. La actitud separa las personas victoriosas de las que no lo son. El que no me cree, observe solamente el ejemplo de Japón.

jueves, 13 de abril de 2017

Los 300 balboas de aumento a los educadores: ¿están justificados?

El miércoles tuvimos una reunión de personal docente en mi salón y salí de ahí sumamente contrariada. Por enésima vez, la dirección, abusando de su poder y posición de autoridad, nos impuso unos boletos (8, para ser exactos), los cuales los educadores debemos cancelar a fines de mayo. Huelga decir que el pueblo de Dios rechaza los juegos de azar, por lo cual, esos ocho balboas tendrán que salir de mi bolsillo, al igual que otros 39 balboas para otros boletos de las actividades de la comisión de valores (baby shower, cumpleaños y duelo) y otras barbaridades más. El dinero que debería ser para procurar mi bienestar y el de mis hijos se va como agua entre los dedos, y no puedo hacer nada para evitarlo.

Dirá alguien: "No seas tonta. Las leyes y decretos educativos prohíben expresamente las actividades económicas de ese tipo en las escuelas. Nadie puede obligarte". Y es cierto, las rifas están prohibidas. Pero, en la práctica, no es algo tan fácil de eludir. La que impuso dicha medida fue la misma supervisora, so pretexto de que se necesitan fondos para los concursos, costear la salida de los estudiantes y otras cuestiones por el estilo. ¡Habráse visto! ¡La misma persona que conoce las leyes educativas se encarga de burlarlas!

Por otro lado, los directores de las escuelas no soportan que sus subordinados les opongan resistencia. Existen muchas formas de perseguir a los maestros rebeldes, por medio de la evaluación, exhibiéndonos y humillándonos públicamente, así como hacernos la vida de cuadritos de mil maneras distintas. 

En conclusión, los directores y supervisores quedan bien a costillas de los docentes, abusan de su autoridad y no respetan nuestro tiempo familiar. Pareciera que por hacer bien nuestro trabajo, el pago es asaltar nuestra cartera o billetera y robar tiempo que deberíamos dedicar a nuestra familia en actividades que ni los niños o sus acudientes valoran como debieran.

Al llegar a casa, ya con la cabeza fría, me puse a meditar que escogí una carrera en la que las cosas sencillamente son así. Es mejor aceptar la realidad de las cosas y no pretender vivir en una utopía, donde todas las cosas tienen que ser justas y perfectas. Simplemente, el magisterio es una profesión que demandar dar tiempo, dinero y esfuerzo, aún a costa de nuestra felicidad personal y familiar. Hay que tener claro que nunca vamos a quedar bien con nadie y que nadie nos va a agradecer nuestro sacrificio.

Cuando la opinión pública nos maldice por paralizar las clases y salir a las calles a exigir un aumento salarial, a mí me da un dolor terrible, la ingratitud de la gente. La escuela se ha vuelto una guardería en la que los niños rebeldes y mal educados son abandonados por cinco horas o más, mientras los padres descansan de ellos. Pagamos los regalos y, por medio de actividades, el transporte de los niños que concursan y ningún padre o madre se digna de agradecernos eso. ¡Mucho menos los administrativos!

Hay gente que se levanta a lanzarnos lodo en las redes sociales y los diversos medios de comunicación. ¡Pero nunca han estado en un aula, ni han soportados las peripecias propias de nuestra profesión! Jamás han soportado las humillaciones que un educador tiene que sobrellevar, para conservar un empleo con el que solamente queremos mantener nuestra familia.

Acepto que existe un gran número de colegas sinvergüenzas, a los que no les importa en lo más mínimo el bienestar de sus estudiantes. Pero no es justo que se nos juzgue a todos por la conducta de una minoría.

En conclusión, cuando la sociedad nos cuestiona qué vamos a dar a cambio de un aumento salarial, debería también investigar nuestra condición laboral, para poder emitir un juicio de valor basado en la realidad y no en prejuicios. 

Y cada día laborable, en los que gasto casi B/. 5.00 de transporte y me esperan dos horas de ida y dos de regreso a casa, pienso: "No importa lo que diga el mundo. ¡Tú te mereces el aumento salarial!.