martes, 12 de febrero de 2013

El Volcán de Ayer. Parte I.

Hace muchos años, cuando Volcán era un pueblo pequeño y de pocos habitantes, cuando la calle principal no estaba asfaltada y había que andar con abrigo durante el día, ocurrió una tragedia familiar: una señora enviudó. Su pareja, Ramón, un guanacasteco que conducía un camión de carga, falleció súbitamente de un accidente cerebrovascular, dejándola desamparada de cualquier fuente de ingreso, pues ella era ama de casa.
 
Victoria, mujer de piel blanca, hija de un inmigrante italiano, tuvo que enfrentar una realidad muy triste, pues solamente había llegado hasta segundo grado de primaria y no poseía experiencia laboral en algún empleo "light". Por otro lado, hubo quienes debían dinero a Ramón, pero como él no conversaba de estas cosas con Victoria, ella nunca supo los nombres de los deudores - y ellos, obviamente, guardaron silencio al respecto.
 
Sola y con una hija adolescente a la cual enviarle dinero al internado donde se educaba, a Victoria se le ocurrió vender comida preparada por ella misma. Cocinar. Así de fácil... o tal vez no tanto. Victoria aprendió a cocinar a los ocho años de edad, en el fogón de su familia, pero no tenía experiencia cocinando para gente fuera del círculo familiar. Además, no poseía vajilla en cantidad suficiente, ni mesas para los futuros comensales, ni una estufa y ollas grandes. No obstante lo anterior, había que arriesgarse, su subsistencia estaba en juego y la de su única hija, la cual ya cursaba el último año de secundaria, a más de 200 kilómetros de Volcán. ¿Le iría bien?
 
Pero, Victoria tenía un as bajo la manga: siempre fue una persona amable, que se ganaba con facilidad el favor de la gente. Así que pidió a crédito todo lo que necesitaba: una estufa de cuatro fogones, con horno, vajilla, ollas y 90 balboas en madera, que en ese tiempo fue suficiente para construir un anexo en su casa, para poder colocar las mesas y equipar bien la cocina. ¡Y lo obtuvo! Y así comenzó su negocio de vender comida.
 
Hubo señores que pronto empezaron a frecuentar su comedor, maravillados del buen sabor y la calidad de la comida que esa humilde señora, sin estudios de chef, servía. Trabajadores que construían la calle de asfalto, jornaleros que arreaban cerdos o ganado desde Cañas Blancas, gente de múltiples funciones y oficios... Incluso a cuatro de ellos, también les cobraba por lavarles la ropa y planchársela.
 
Victoria debía levantarse todos los días a las tres de la mañana para preparar los alimentos (hojaldres, tortillas de maíz, patacones, huevos, salchicha y carne de res, que en ese tiempo estaba baratísima), pues había ocho señores que llegaban a las 5:00 a.m. a desayunar. Se iban y a las once ella ya debía tener listas las portaviandas para que se las llevaran con el almuerzo. Y en la noche, la cena. Cuando partía el último comensal, fregaba los platos, limpiaba la estufa (que no era como las de ahora, que funcionan con gas, sino con keroseno y despedía un calor espantoso) y dejaba todo listo para la jornada del día siguiente.
 
Esta señora, Victoria, es mi abuela, la cual me contaba todo esto ayer, postrada en una cama por causa de sus múltiples caídas y achaques propios de su edad - está por cumplir 87. Y a medida que la escuchaba, me percaté porqué la gente de cierta edad dice que antes las personas eran más bondadosas y menos materialistas que ahora.
 
Es decir, la maldad siempre ha existido, incluso antes, pero aun en medio de su desesperada situación, mi abuela se halló rodeada de muchas personas que le ayudaron. Dice ella que cuando solamente debía 38 balboas de madera, el hijo de la persona que le fió la madera le dijo que se quedara tranquila, pues le condonaba la deuda, sin que ella se lo pidiera (fue decisión de ellos). Y muchos vendedores de mercancía le concedieron crédito, así, confiando en su palabra - y ella les quedó bien.
 
Mi abuela tuvo que trabajar muy duro. Verdad que no es fácil recibir a un grupo de ganaderos a las siete u ocho de la noche y ponerse a esa hora a cocinar para servirles cena, estando agotada del ajetreo diario, con una estufa endiabladamente caliente y fregar con agua súper fría a las 9 ó 10 p.m. En ese tiempo, Volcán tenía un clima mucho más fresco que ahora, a veces incluso granizaba.
 
Observo sus manos enormes, de gruesos dedos, mientras le corto y limo las uñas. Manos curtidas por el trabajo duro, pero honesto, que le dio ganancias suficientes para pagar los estudios de mi mamá en la Normal de Santiago (ahora mismo mi mamá tiene 17 años de haberse jubilado como maestra de primaria y con ese ingreso, mantiene a mi abuelita, que ya no puede trabajar). Y cuando nos miramos a los ojos, tengo la certeza de que todo el sacrificio que hizo en el pasado no quedó sin fruto, pues ahora nos corresponde a nosotras ayudarla.