domingo, 7 de enero de 2018

Algunas reflexiones al comenzar el año 2018.

Siempre me ha gustado el ejercicio físico. Desde que tengo 18, comencé a ejercitarme por las tardes, al regreso de la universidad. Me siento muy feliz cada vez que tengo oportunidad de caminar, correr, andar en la bicicleta estática, levantar pesas, todo eso me hace sentir bella y joven (aunque ya tengo 41). Es una sensación de bienestar físico, mental y espiritual que solamente quien la experimenta la puede describir.

A pesar del trabajo, de la universidad, de todos los pesares, siempre hallé un pequeño espacio para el ejercicio, siquiera unos tres días a la semana y complementé el trabajo físico con un régimen vegetariano. Con este estilo de vida, viví los años más plenos de salud y vitalidad de mi vida, aun más saludables que en mi niñez y adolescencia, marcados por la enfermedad debido a deficiencias alimenticias y al sedentarismo (mi mamá pensaba que, como yo era delgada en extremo, no necesitaba el ejercicio físico y procuraba impedírmelo).

Pero entonces, vino la maternidad y mi mundo se vino de cabeza. Al ser un embarazo de alto riesgo (ya tenía 38), mi ginecóloga me desaconsejó la actividad física. Dejé de barrer y trapear mi casa y me limité a asear mi cuarto. También, dejé de asear el cuarto de baño y permití que una chica a la que mi esposo le estaba pagando para tal fin, lo hiciera. Solamente lavaba a mano mi ropa. Me limité a caminar media hora por día, despacito, por supuesto.

A los seis meses de embarazo, recibí el susto de mi vida cuando el ultrasonido reveló que iba a tener gemelos. Los exámenes revelaron una ligera anemia y tuve que extremar los cuidados. Comencé a comer huevos todos los días, creyendo que eso me iba a ayudar... Solamente después de la cesárea fue que me di cuenta del daño que me había hecho yo misma, pues el colesterol total estaba en un nivel muy alto, sin precedentes, aparte de que los neutrófilos estaban deficientes. 

Ya mis hijos tienen dos años y bajé el poco peso que subí durante el embarazo. El nivel de colesterol está casi normal, ligeramente por encima del límite. Peso 101 libras, con mis 1.50 m. de estatura. Así que, ¿cuál es el problema?

Con las exigencias de la maternidad, descuidé el ejercicio físico. Trabajo fuera de la ciudad y debo invertir entre hora y media y dos horas en ir hacia mi sitio de empleo y otras dos horas en volver. Eso, si no hay reuniones o actividades en las que los educadores tenemos, obligatoriamente que involucrarnos. Regreso cansada, estresada, con ganas de renunciar, deseando que me salga un mutuo acuerdo, un traslado o un nombramiento en secundaria que me libre de laborar en un lugar que detesto y que, desde la primera semana, me pareció insoportable (por más de una razón).

Me miro a mí misma y ya no me parezco a la mujer saludable que corría por 45 minutos hace un lustro. Tengo grasa visceral y no se trata de estética, se trata de grasa adherida a órganos vitales, que me predispone a un montón de enfermedades, lo cual he visto reflejado en mi pobre desempeño inmunológico ante dolencias que antes solo veía pasar en los otros miembros de mi familia. Flaccidez y unas enormes ojeras. Cansancio y somnolencia todo el día.

Llevo una semana caminando en las madrugadas. No tengo tiempo durante el día, créeme. Pero ahora no me siento una víctima de las circunstancias, estoy caminando hacia mi salud, retomando los buenos hábitos alimenticios que me ayudaron en el pasado y haciendo ejercicio para el abdomen en un artilugio que compré hace poco para dicho fin.

Los días de mi juventud quedaron atrás y no soy ingenua de pensar que voy a revertir el envejecimiento que, por descuido y falta de planificación, se ha manifestado en mi piel, cabello, ojos y músculos. Por más ejercicio que haga, no seré la doble de Miss Venezuela, ciao, ya no tengo 20. Sin embargo, me siento más saludable y con más energía, con más fuerza para atender a mis gemelos como ellos se lo merecen. Cuidaré lo que tengo y envejeceré con dignidad, solamente si Dios me lo permite.