El domingo pude ir a la iglesia y, a pesar de encontrarme debilitada por la fiebre, pude rescatar una lección del pasado que ya tenía olvidada: el poder de la oración de intercesión.
El pastor nos decía que es muy importante dedicar buena parte del tiempo de oración a interceder por personas que no pueden o quieren acercarse a Dios para transformar sus vidas conforme a su voluntad.
Con tanta preocupación por las tareas cotidianas descuidamos lo que más importa: que el Señor permite que vivamos para que le sirvamos a los demás y establezcamos su reino en la tierra. Nos concentramos en nuestros propios problemas y al presentar peticiones referentes a las situaciones que nos turban, olvidamos orar por los enfermos, deprimidos, pobres, los gobernantes de las naciones y muchas otras cosas que son de gran estima ante los ojos de Dios.
Al orar por otra persona o grupo, hay que tener en cuenta que nuestro Dios escucha y da respuesta a las peticiones de gente que mantiene su humildad. Cuando leemos los libros de Daniel, Esdras y Nehemías, nos percatamos que, a pesar de que eran justos y obedientes a Dios, no señalaron a los demás como los malos de la película. Confesaron y pidieron perdón por sus propios pecados, los de su familia y los de la nación entera, reconociendo en todo momento la santidad del Señor y la debilidad suya como seres humanos.
Así que, no me resta más que exhortar a mis hermanos en Cristo que no dejen de orar por todos los seres humanos de este planeta, sin olvidarse de que somos humanos y fallamos.